sábado, 12 de mayo de 2007

LA TRIPLE BATALLA


LA TRIPLE BATALLA DE UN ARQUITECTO ESPAÑOL CONTRA LOS RETRETES JAPONESES VICENTE DIEZ FAIXAT

Siempre que en algún monasterio de Kyoto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos a la manera de antaño, semioscuros y sin embargo de una limpieza meticulosa, experimento la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa. (...) Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haberlo atravesado para llegar a una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shoji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro Soseki, al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar plenamente este placer, no hay lugar más adecuado que los retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje (...) Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento.

(Junichiro Tanizaki, “El elogio de la sombra”, Ediciones Siruela, 1994)


Hace algunos años, un amigo japonés, prestigioso escultor, me invitó a pasar unos días en su casa del pueblecito de Nata, en el corazón de la prefectura de Ishikawa. Nata era apenas un grupito de construcciones, viviendas y comercios en torno a un famoso santuario, con un pequeño cementerio anejo. La casa de mi amigo le había sido cedida temporalmente por unos conocidos, una enorme mansión tradicional donde él podía disponer de amplios espacios para trabajar los bloques de granito, tallar sus lápidas o monumentos funerarios y también dar forma a unas grandes y potentes esculturas pétreas. La casa, enorme y ligera, de madera y papel, se encontraba casi en ruinas y mi amigo había rehabilitado una parte de la planta superior para alojarse con cierta comodidad. Era otoño y hacía un frío intenso. Por la noche me veía obligado a acurrucarme dentro de mi futon, junto a una sofocante estufa de gasóleo. Pero siempre, antes de regresar a la casa, tomábamos un baño en un onsen cercano, un pequeño spa colectivo de aguas termales. Porque la casa de mi amigo carecía de o-furo particular.

Yo iba imbuido de la poética de Junichiro Tanizaki: aquélla sería mi gran oportunidad de vivir intensamente las esencias del “wabi-sabi” que daban sentido a una ya larga búsqueda personal hacia una arquitectura esencial. Pero la poética muchas veces choca bruscamente con el crudo sentido de la realidad. Ya he dicho que eran noches muy frías. Y el camino desde mi dormitorio hasta el retrete era largo, muy largo. Me ponía unas pantuflas (“toire surippa”) para caminar sobre los tatami y me arropaba con varios yukata superpuestos, dispuesto a emprender mi larga, larguísima caminata, una aventura que me llevaba a recorrer diversos estancias, desde los suelos iniciales de tatami a un posterior doma, descuidado pavimento de tierra compactada, ya en la planta baja. Era también necesario atravesar peligrosamente unos precarios tablones colocados sobre algunos boquetes del suelo, cruzar un jardín convertido en barrizal hasta llegar al “lugar del más exquisito buen gusto”, un enorme receptáculo en penumbra, apenas iluminado por una bombilla de no más de 20w, situada verticalmente sobre un cráter de unos treinta centímetros de diámetro en el suelo, directamente abierto sobre un depósito cerrado donde se acumulaban las heces de varias generaciones. No era una fosa séptica, no tenía sifón, hacía años que ninguna cuba lo había saneado. Un espacio vacío. Sin apenas ventilación. Con un olor pestilente. Ninguna poesía. Y las pendientes húmedas de la resbaladiza solera de cemento o la amplitud del boquete central producían auténtico pánico: uno tenía la impresión de que resbalaría para acabar desapareciendo en su interior y que la lejanía de aquel lugar impediría que las llamadas de socorro fueran atendidas por nadie. Utilicé muy poco aquel servicio, lo menos posible, sólo en casos de emergencia extrema.

Lo cierto es que las construcciones domésticas tradicionales solucionaban este problema de una forma bastante práctica. Era habitual un mantenimiento regular. Las distancias a recorrerse acortaban, el acceso desde la vía pública era más directo, solía haber algún sistema manual de elemental limpieza tras cada uso. Y la ubicación del “benjo” (también llamado “kawaya”, “habakari”, eufemismos para los lugares de excrementos) en algún rincón del jardín (“naka-niwa”) respondía más bien a razones de cierto aislamiento higiénico o sanitario, muy similares a las aún adoptadas por nuestras construcciones rurales en el mundo occidental.

Tradicionalmente, las clases más pudientes disfrutaban de sistemas más sofisticados en cuanto a drenaje y limpieza. Se ha descubierto una completa red de canalizaciones sanitarias en el palacio de Kashiwara del periodo Nara (710-784 d.C.). Los residuos orgánicos podían también ser reutilizados como abono y la limpieza era encomendada frecuentemente a los prisioneros. Hasta la era Meiji, a finales del siglo XIX, incluso más tarde, en la época en que escribía Junichiro Tanizaki, el entorno de los “otearai” llegaba a ser de gran elegancia, con un pavimento de tatami y un bastidor de madera con una tapa de gran nobleza que proporcionaba el lugar propicio para una posición confortable en la que disfrutar de los grandes placeres de la existencia al modo del maestro Soseki.

Pero en cualquier caso, la experiencia vivida me obligaba a relegar el wabi-sabi a la consideración de un mero concepto filosófico, teórico, formalmente estético, nunca vital ni mucho menos fenomenológico, al menos llevado a sus límites extremos. La sombra de una sensación.

Algún tiempo después, mi también gran amigo Oliver Thill, arquitecto alemán que trabaja en Holanda y es un gran conocedor del mundo japonés, me manifestó abiertamente su opinión, respetuosa y crítica, realista:

I think the wabi-sabi story is nowadays very complicated. In the traditional Japanese aesthetic (as far as I understand it) wabi-sabi is very much related to the conditions of the dark, the unfinished, the raw, the rough, the cheap, also to the clumsy and laissez-faire. I think in Europe we had in former times something that was comparable, something you can find in old farmer houses or storage buildings for agricultural products. Lets say – I would go so far to say that in the culture of European farmers – there could also a piece of wabi-sabi discovered.

(Oliver Thill, comunicación personal)

Oliver Thill se refiere a granjas aisladas, muy similares a las construcciones rurales o de montaña, a las aún cabañas de pastores o a los usos y costumbres de nuestros pueblos, hace no más de cinco décadas.

El propio Tanizaki confiesa en su “Elogio de la sombra” que el tiempo, determinadas complicaciones o adelantos, las necesidades higiénicas y de limpieza, abocan casi irremediablemente a unos espacios menos poéticos pero más prácticos, a unos pavimentos y revestimientos cerámicos, fácilmente lavables. También los tuvo que adoptar en su propia casa. Y así, casi sin solución de continuidad, surgió el retrete Japanese Style, una pieza porcelánica de aspecto bastante parecido a nuestro bidé, con una especie de mascarón o concha de remate frontal que parece tener una función protectora, evitando que el usuario salpique su entorno: uno se acuclilla sobre él, de cara a la pared, y en esta posición emula los grandes placeres existenciales del maestro Soseki. Alguien me explicó, sin embargo, que originalmente su uso era distinto: había sido concebido para ser usado en cuclillas de espaldas a la pared y la función original de aquel mascarón no era otra que proteger el kimono apoyándolo delicadamente sobre él.

Sorprende la cisterna, un lavabo pequeñito con un grifo que facilita el aprovechamiento del agua para limpiarse las manos, antes de continuar su higiénico circuito definitivo. Incluso su agua puede no ser potable. Una tubería vista comunica generalmente la cisterna con su inodoro y constituye una rígida palanca en la que concentrar ciertos esfuerzos personales ocasionalmente necesarios. Ocupa un recinto mínimo, independiente del cuarto de baño, siempre separado a su vez de la zona del o-furo. Se aprovechan espacios bajo las pendientes escaleras, de no más de noventa centímetros de ancho y desarrollo mínimo para satisfacer estrictamente el uso para el que ha sido asignado. Pero esto es ya otra historia. Y la evolución sigue imparable, obviando los modelos a los que aquí estamos acostumbrados.

Los primeros trenes bala, cuando aún no alcanzaban las velocidades de los actuales hikari o nozomi, tenían aún ciertas vibraciones que dificultaban enormemente a los occidentales el uso de los “washiki” o Japanese Style Rest Rooms. Pero también esto es otra historia. Y también la he padecido.

Y así, poco a poco, en un imparable proceso de occidentalización, cada vez son más frecuentes los inodoros formalmente más similares a los nuestros. Pero la tecnología los ha ido convirtiendo en unos confortables sofás cerámicos de gran sofisticación, profundamente ergonómicos. Ya no sólo las tapas térmicas y los confortables apoyabrazos, sino un tablero de mandos capaz de controlar la presión, la temperatura y la fuerza de impulsión de un perspicaz chorrito de agua, sustitutivo de nuestro obsoleto papel higiénico, seguido de una suave vaporización secadora. O, más lejos aún, un pequeño laboratorio capaz de triturar las heces para analizarlas, enviar los resultados a un laboratorio que codifica los datos recibidos, los analiza y diagnostica enfermedades o carencias, llegando a recomendar dietas personalizadas (que aún se comunicaban vía fax la primera vez que me los mostraron, último grito de equipamientos domésticos en la fábrica de TOTO) o proponiendo directamente la muy conveniente visita a un médico. Y la marca TOTO sigue investigando y desarrollando nuevos modelos con controles remotos y paneles LCD. Slogans del tipo “Warm Air Dreyer”. O “Gentle Aerated Warm Water”. Pero un occidental siente un gran temor al utilizar aquella silla eléctrica y morir electrocutado.

No, no nos es fácil utilizar el retrete en Japón.


Vicente Díez Faixat
Arquitecto

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